Por clothing-bag, 08/04/2022

Alma Schindler, la mujer que cautivó a Gustav Mahler, Walter Gropius y Oskar Kokoschka

La escuela de la Bauhaus y las mujeres que formaron parte de su historiaAlma Schindler, la mujer que cautivó a Gustav Mahler, Walter Gropius y Oskar Kokoschka Alma Schindler, la mujer que cautivó a Gustav Mahler, Walter Gropius y Oskar Kokoschka

Eso de que Alma Mahler fue un bellezón es una de esas melonadas que se repiten por pereza mental, y si no, vean sus fotos en Pinterest. Su hija Anna dijo que cuando su madre se desnudaba "era como un saco de patatas". De lo que estoy seguro, más o menos, es de que fue muy lista y saludablemente cachonda. Vale también decir que como no quiso resistirse a las acometidas del deseo, decidió refinarlo eligiendo a sus amantes entre genios como Gustav Klimt, Gustav Mahler, Alban Berg, Walter Gropius, Oskar Kokoschka o Franz Werfel. Todos ellos, y muchos más, amaron a aquella mantis nada religiosa, y algunos hasta volverse locos. Desde luego, fue una especie rara de musa que chupó la sangre de los genios a los que trastornó. La cuestión es si fue un inocente objeto sexual o una 'femme fatale'. La respuesta es que vete tú a saber. Ya dijo Willa Cather que "el corazón ajeno es un bosque oscuro".

Lo curioso es cómo una mujer no tan macizorra pudo acopiar ese palmarés y poner el coco del revés a tantos hombres inteligentes. Me cuesta creer que le bastara con su carrocería para convertirse en devoragenios, debió de tener otros atributos; tal vez aquella prototípica niña rica entrenaba duramente para lograr que los hombres comieran en la palma de su mano.

Cuando en el verano de hace 140 años Alma Schindler llegó al mundo en Viena, a pesar de las guerras en el imperio terminal de los Habsburgo, la ciudad celebraba la vida y lo que tenía de promisorio. Viena jugaba el papel de una amante que atraía a los tipos más brillantes de Europa y daban vida a sus cafés jugando al ajedrez entre volutas de humo que dibujaban en el aire los pasos de un vals lánguido. En aquellos dorados años Biedermeier, los vieneses levitaban en un perpetuo estado de alegre ebriedad, como si el espíritu del lugar fuera un fauno. ¿Frivolidad? No digo que no, pero no como superficialidad, sino como un arte nacido de la certeza de que el placer da lo que la sabiduría solo promete. Comer, beber, la música y el ligue eran las virtudes cardinales de la ciudad. Siempre era verano en Viena, sobre todo en invierno.

Al menos lo era para los Schindler. El padre era un pintor paisajista muy cotizado -el emperador era cliente suyo-, la madre era cantante. Vivían en un palacete y cultivaban el gusto más delicado y el coqueteo más descarado; de hecho, la madre de Alma se enrolló con un amigo de su marido, con quien tuvo una hija solo dos años después del nacimiento de Alma. Libertina la madre, libertina la hija, libertina la luz que las cobija. Poco después, la madre se lio con el pintor Carl Moll, con quien se casó al enviudar. Esa boda la vivió su hija como una traición imperdonable, no podía aceptar que "habiendo tenido el reloj completo se casara con un péndulo".

Subestimó a su padrastro, que se convirtió en uno de los fundadores de la Secesión, un grupo de artistas en combate contra el arte rancio. Su portaestandarte era Gustav Klimt, un sátiro que amaba por las mañanas a las chicas del suburbio y por las tardes a aristócratas liberales que le proponían el discreto encanto del adulterio no a cambio de joyas o de flores, sino por la mera 'joie de vivre'. Klimt reparó en la libérrima y temperamental hijastra de su colega Moll, que era una de esas chicas que rellenan totalmente su ropa. En una cena inaugural, Alma, de 17 años, empezó a mirar al pintor, que le doblaba la edad, como si fuera el plato siguiente. Se lo acabó masticando.

La inocente lolita que había despuntado como pianista y compositora de 'lieder' no tardó en llegar a ser una lola fatal que disparaba sus flechas a mansalva y había cobrado piezas menores y mayores, había subyugado al mismísimo Thomas Mann, al arquitecto Olbrich, al director teatral Max Burckhard y al pianista Alexander von Zemlinsky, que la veía tan bella que le hacía daño mirarla. Ella llamaba al músico "pequeño gnomo feo", pero se dejaba acariciar por aquellas manos virtuosas. "Alex, mi Alex, quiero ser tu cuenca de consagración. ¡Vierte tu abundancia en mí!", escribió en su diario de promiscuidades y metáforas.

Alma Schindler, la mujer que cautivó a Gustav Mahler, Walter Gropius y Oskar Kokoschka

Pero a sus 22 años quería solo la pieza que nadie podía cobrar. El relato de cómo rindió a Gustav Mahler, 20 años mayor que ella y compositor y director famoso de la Ópera de Viena, es el de un acoso con emboscada final: se hizo invitar a una cena a la que asistía el músico y Mahler cayó. Y lo hizo tan contento. Se casaron tres meses después y Alma Schindler se convirtió para la historia en Alma Mahler.

Tuvieron dos hijas y un montón de desencuentros. Eran agua y aceite. Él, celoso de su propia gloria, truncó la carrera de Alma obligándola a aceptar el papel subalterno de musa. Ella, una criatura cimarrona, soltó la rienda corta que Mahler le había impuesto. Total, que el genio acabó neurasténico perdido. Literalmente perdido en sus manías, debilidades y frustraciones. Se fue con sus traumas al balneario holandés de Leyden para que lo analizara Sigmund Freud, a quien le bastó una sesión peripatética de cuatro horas para diagnosticar -aquí redoble de tambores- que Alma y Gustav eran un par de incestuosos, porque ella estaba enamorada de su padre y él de su madre. Lo que demuestra que al que tiene un martillo todo se le vuelven clavos. Alma dedujo que Freud era un idiota y se puso como una hidra cuando, ya muerto Mahler, el psicoanalista mandó la factura de aquella célebre sesión.

Para dejar de sentirse prisionera -o simplemente porque no se cortaba ni las uñas- Alma coqueteaba con la idea de la infidelidad y, en mayo de 1910, tras la repentina muerte de su hija mayor, pasó a mayores en un resort en Estiria, en donde conoció a Walter Gropius, un joven arquitecto que estaba de toma pan y moja y se convertiría en referente de la arquitectura moderna con la Bauhaus. La valquiria podía ser adúltera, pero sin dejar de ser exquisita. Fueron noches de blanco satén y fuera sostén en las que decoró la testuz de su marido con una cornamenta de muchas puntas. Cuando Mahler lo descubrió, quedó hecho fosfatina, como reflejan los delirios garabateados al margen de la partitura de los últimos movimientos de la Décima sinfonía: "¡Oh Dios mío, por qué me has abandonado!... El Diablo baila conmigo... ¡Locura, tómame y hazme olvidar que existo!" o "¡Vivir por ti! ¡Morir por ti! ¡Almschi!". Enfermo del corazón, aquella terrible experiencia mermó su voluntad de vivir y murió 10 meses más tarde.

La primera víctima de la desalmada Alma ya estaba en el mausoleo de los genios difuntos. Y ella en sus asuntos. Tras varias escaramuzas con otro compositor y un médico, se enredó con el biólogo Paul Kammerer, que acabó amenazándola con pegarse un tiro frente a la tumba de Mahler si no se casaba con él. Años después el científico se levantó la tapa de los sesos cuando lo pillaron haciendo trampas en un experimento con sapos parteros.

Que la mantis tenía su puntito y su apetito también lo supo, para su desgracia, el pintor Oskar Kokoschka. Cuando pintaba un retrato de la viuda enlutada, le pareció una diosa germánica presta al combate y experimentó un 'coup de foudre'. Ella tenía 30 años y estaba acostumbrada a vivir en palacios; él, 23 y era pobre e inmaduro. Cenaron juntos y luego ella se sentó al piano y tocó 'La muerte de amor', el aria final de Tristán e Isolda. Al día siguiente, recibió la primera carta de amor del artista, a la que seguirían 400 más. Él la amaba "como un pagano que reza a su estrella", como un loco. Fue una pasión tan tormentosa que apenas se distingue de la locura.

Por entonces el síndrome de Amok, una enfermedad mental de origen malayo, había llegado a Europa y las víctimas caían en una calentura convulsa que las impulsaba a matar y morir. Kokoschka reparó en las iniciales de los amantes -AM y OK- como en un presagio. En el cuadro 'La novia del viento' se pintó abrazado a ella, los dos ardiendo en el interior de una bola de fuego azul. Ese lienzo debería colgar en los cuarteles de bomberos como emblema del fuego. En otro cuadro, 'Dos desnudos' (Amantes), ambos tenían una mirada estremecedora, como si estuvieran al borde de la muerte, como si realmente quisieran matarse y dejarse matar. Alma confesó en su diario: "Nunca había probado tanto infierno, tanto paraíso". Mientras naufragaban en una vorágine que los arrastraba a una espiral de locura, ella multiplicaba sus promiscuidades e incluyó en su lista a su amiga Lilie Leiser.

En el verano de 1912, Alma quedó embarazada; en otoño ingresó en una clínica para abortar. Kokoschka cogió una gasa ensangrentada y se la llevó a casa. "Este es mi único hijo y siempre lo será", dijo, y conservó aquella reliquia morbosa. Cuando Alma salió por pies de aquel incendio, Oskar encargó a un fabricante de marionetas una muñeca de tamaño natural que clonaba el objeto de su deseo en los detalles más íntimos. Le puso su nombre, le compró los modelos más sofisticados, la llevó al teatro y en una noche de insomnio y alcohol la decapitó y tiró su cuerpo por la ventana. Los vecinos creyeron ver un cadáver en el jardín y llamaron a la policía.

Alma había vuelto con Gropius, se había casado con él y había tenido una hija; pero dormía en dos camas: la de su marido y la del novelista de 27 años -11 menos que ella- Franz Werfel, de quien había tenido un niño que Gropius solo supo que no era suyo al escuchar una conversación entre Alma y su amante. Para obtener un divorcio rápido, el arquitecto simuló ser culpable del fracaso del matrimonio dejando que lo pillaran 'in fraganti' con una puta en un hotel. Una farsa.

Alma se casó con su novelista, a quien no tardó en ponerle la previsible cornamenta, esta vez sacrílega, pues la mantis religiosa -ahora sí- se lo estuvo haciendo con Johannes Hollnsteiner, un apuesto cura de 37 años. Ella tenía 53. Cuando Hitler anexionó Austria, Alma, que compartía las ideas de los nazis, temió por su hija Anna Mahler, que era «medio judía» por su padre. Como también Werfel era judío, la pareja escapó a Francia, y cuando los nazis ocuparon el país cruzaron los Pirineos con Heinrich, Nelly y Golo Mann. Pese a lo apurado del brete, Alma tuvo ocasión, y no la desaprovechó, de sumar a su lista de trofeos a Golo, hijo de Thomas Mann y 30 años más joven que ella.

Ya en Estados Unidos, Werfel sucumbió a un infarto y Alma no asistió al funeral: "Jamás voy a esos actos", dijo. Tenía 66 años y era una matrona tan entrada en carnes que ya no se le mojaban los pies cuando llovía. Su pasado era como un collar roto en un cajón, tal vez por eso le pegaba al Benedictine como si tuviera acciones de la empresa y no era raro verla borracha o bien encaminada a estarlo, lo cual no le impedía seguir atendiendo sus asuntos. Para refrescar sus encantos marchitos llevaba sombreros enormes con plumas de avestruz, no se sabe si inspirándose en D'Artagnan o en un caballo de carroza fúnebre. Empolvada, perfumada y 'piripi', echaba de menos las noches de una Viena de lujuria y liviandad, los postres de Apfeltorte, las carreras del Jockey Club y achisparse con los vinos de Burgenland.

Murió en 1964, a los 85 años, en su apartamento neoyorquino del Upper East Side. Como compositora no pasó de ser una aficionada, pero ha quedado vinculada a la historia del arte. Lo que sí hizo divinamente fue transgredir las normas de la moral burguesa y dominar a los hombres como una Venus de las pieles sadomaso. Freud, siempre al acecho de lo patológico, la retrató en un silogismo: "Mataba lo que amaba, luego era ella la que sobrevivía". Nada de eso le ha restado gloria; como dijo Anna, la única de sus cuatro hijos que la sobrevivió: "Mi madre era una leyenda y las leyendas son difíciles de destruir".

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