Por clothing-bag, 26/06/2022

Hernán Cattáneo en primera persona: cómo nació su amor por la música

Para los que nacimos a mediados de la década del sesenta, el año 2000 sonaba como un futuro tan lejano que parecía que nunca iba a llegar. Creíamos que en esa fecha podía cambiar algo y en mi caso se cumplió justo antes. En 1999 yo era el DJ residente de Pachá, el mejor club de Buenos Aires. Tenía sueldo fijo y era parte de la escena electrónica desde sus inicios más analógicos. No necesitaba más trabajos ni me interesaba hacerme ver, casi no iba a otras discotecas. Sin embargo, me llegó un ofrecimiento al que no me pude resistir. El 21 de mayo en Museum iban a tocar los Chemical Brothers y Paul Oakenfold, el 22 sería el turno de los Chemical en soledad. Para el 21 buscaban un disc jockey que pudiera abrir y habían pensado en mí. Yo pedí permiso en Pachá y por suerte no hubo problema. No lo sabía pero esa noche mi vida iba a cambiar mucho, muchísimo.

El line-up no podía ser mejor. Oakie era el DJ más famoso del mundo y acá ya tenía su público porque había venido varias veces, en el 93 había tocado en El Cielo y luego volvió a Pachá. Además, había mucha expectativa con los Chemical porque era la banda electrónica más potente (y bailable) que había en vivo. Yo estaba más bien de relleno, ni siquiera aparecía en el flyer, mi misión iba a ser el warm up. El problema empezó cuando los Chemical Brothers dijeron que querían tocar a las diez de la noche. Los organizadores les avisaron que no iba a haber nadie porque la gente en Buenos Aires está acostumbrada a que el show empiece más tarde. No les importó, lo único que querían era tocar temprano y así fue. Después sería mi turno y Oakie cerraría. Apenas ese orden quedó definido, tuve todo muy claro: iba a tener que planchar la pista. El desafío no sería que todos bailaran (de eso se encargarían los demás), sino generar algo que fuese útil para lo que iba a venir después que yo, o sea, Paul.

Cuando vimos el ensayo de los Chemical nos dimos cuenta de que el show iba a ser una aplanadora. Sonaban tremendo y acá no habían venido bandas de música electrónica en tan buen momento. Salieron a tocar superpuntuales y los que estaban en Museum fueron realmente afortunados. El show fue tan power que, cuando terminaron, habría que haber cerrado Museum. Como dicen en España, la gente ya lo había dado todo. Era mi turno, ¿qué podía proponer después de “Hey boys, hey girls, superstar DJ’s, here we go!”? Lo que hice, con buen tino de DJ, fue tirar la fiesta para abajo. Nadie podía seguir bailando después de ellos, era ilógico. Siempre había sido criterioso y de perfil bajo, por eso no me costó tomar esa decisión. Hice setenta y cinco minutos de deep house para que la gente descansara y después volviera a estar dispuesta para Paul. Muchos de los que estaban ahí, casi todos, me conocían y sabían que habitualmente yo hacía sets más veloces. En Pachá estaba acostumbrado a 128, 130 revoluciones por minuto (bpm), nada que ver con la propuesta de esa noche. “Dale, subí”, escuchaba que me gritaban, yo seguía a volumen muy bajo, como si fuese un intervalo. Veía a la gente en la pista cruzada de brazos pero no me importó, fue como un sacrificio que hice muy convencido. Tenía treinta y tres años, ya había aprendido que el control es del disc jockey y él es el único que toma decisiones, no hay espacio para pedidos ni sugerencias. A mi juicio, en Museum todos necesitaban un respiro. No sabía que Paul estaba escuchando todo, ni podía suponer que se interesara por mi set. Cuando vino a tomar la cabina, me dijo: “Gracias por este gesto, no me lo voy a olvidar”. Y no lo hizo. Tres meses después me ofreció ser su telonero en una gira por todo el mundo. Por suerte tenía el pasaporte al día.

Durante más de veinte años viajé por todo el mundo pasando música. Después del encierro que sufrimos por la pandemia, sé que puede sonar divertido, pero dos décadas es mucho tiempo y pasé miles de horas en las que estuve solo y, a la vez, rodeado de extraños. Ya no me emocionaba tanto la rutina de los aeropuertos, el sellado de los pasaportes, las esperas en los lounges, las demoras, las conexiones, los despegues, los descensos, pero lo hacía una y otra vez, porque al llegar a destino me esperaba la mejor sensación de todas: compartir música con los demás. Una de las últimas veces que viajé a Estados Unidos le pregunté al oficial de migraciones si aparecía en su computadora la cantidad de veces que había entrado. Me dijo que sí, pero que no estaba autorizado a leerlo en voz alta. Yo calculo que fueron entre 150 y 200. Frequent flyer puse en mi perfil de Instagram porque era la pura verdad: trabajaba alrededor del mundo, en tránsito perpetuo, como dice Charly García. El cuerpo se acostumbró a los vuelos, al volumen de las discotecas, a las camas de los hoteles. Mi sueño se regía por las veintitrés horas de Argentina para estar en sync con mi familia. Tomaba doscientos aviones por año, miles de kilómetros recorridos y por momentos extrañaba la facilidad con la que resolvíamos todo en Caballito cuando era chico.

En mi familia nadie sabía manejar, no teníamos auto, así que no nos movíamos demasiado. El único que se iba lejos, día a día, era mi papá, Juan Enrique, que era abogado y trabajaba en una empresa de seguros. Mis hermanas, Ana María y Mercedes, caminaban al Colegio Santa Rosa. Hasta los cuatro años estuve en mi casa porque no era obligatorio ir al jardín. Cualquiera que venía sabía dónde encontrarme: al lado de ese mueble de madera del que salía música. Según me contaron, de bebé pasaba mucho rato en el sillón con mi mamá, y un poco más grande también, siempre escuchando discos. Ella se llamaba Ivonne y era hija de alemanes y franceses, quizás por eso tenía preferencia por lo europeo. Le encantaban los long plays del Festival de San Remo y de Michel Legrand. Era fina mi mamá: compraba todo lo que encontraba de Oscar Alemán, por ejemplo, y sonreía cuando sonaba la guitarra de “Delicado”. También le gustaban Tommy Dorsey, Glenn Miller y los grandes cantantes, como Frank Sinatra o Bing Crosby y, más acá en el tiempo, los Beatles. A nosotros nos elegía unas canciones en inglés que se llamaban Nursery Rimes y los discos de María Elena Walsh. Su mamá, la Oma, sabía solfeo, tocaba el violín y el piano. Amaba la música clásica y tuvo su abono en la Asociación Wagneriana y el Teatro Colón. Ella aprovechaba la veta musical para enseñarnos su idioma, el alemán, por eso nos ponía a Los Niños Cantores de Viena. Mamá había trabajado como traductora de inglés, tenía cierta facilidad para los idiomas y se animaba a cantar. Yo no entendía de música ni de pronunciaciones pero me parecía que lo hacía bien. Como tantas otras mujeres de los sesenta, su vida profesional terminó cuando empezó la de madre. Se dedicó a mis dos hermanas (Ana María es cinco años más grande, Mercedes me lleva tres) y después a mí. Hasta que empecé preescolar estuve con ellas, así que había tres mujeres dispuestas a darle atención a ese bebé apoyado en el parlante. Yo me podía quedar horas ahí mismo, con la rejilla cada vez más marcada en la cara de tan cerca que me ponía para escucharlo todo. De estar a esa altura, casi al ras del piso, me acuerdo de una alfombra peludita, de la madera de los muebles y del olor de las válvulas del tocadiscos cuando se calentaban.

Hernán Cattáneo en primera persona: cómo nació su amor por la música

Vivíamos en la calle Rosario, entre Viel y Doblas, justo frente al parque Rivadavia. Nací el 4 de marzo de 1965 y mis primeros recuerdos tienen que ver con mis hermanas, no tengo una imagen puntual, simplemente estaba con ellas todo lo que podía o lo que me soportaban. Íbamos al arenero, a la feria numismática (monedas y estampillas, todavía no estaba la de discos) y a los bares de la avenida Rivadavia a tomar submarino. Apenas me despertaba, preguntaba por las chicas e iba a su lado, al menos eso me contaron. Ellas hicieron conmigo lo mismo que veo que ahora hacen Olivia y Abril, mis dos hijas mayores, con Mila, la menor: le muestran un mundo fascinante al que no se puede negar. Si fuera por Mila, se la pasaría mirando Masha y el Oso, algo imposible teniendo en cuenta que las otras dos deciden por ella (casi siempre). Miran historias demasiado complejas para su edad, como Harry Potter, pero no le importa porque le encanta compartir eso con ellas. Tal vez está sobrevalorada la idea de cuál es el momento ideal para descubrir algo. Cada uno va entendiendo lo que puede y otras cosas solamente las percibe. En nuestro caso, no era la tele lo que nos unía, sino la música. Ellas, a comienzos de los setenta, escuchaban a Carpenters, Yes, Led Zepelin y, por suerte, Pink Floyd, mi banda preferida hasta hoy. El lado oscuro de la luna fue uno de los primeros viajes musicales que tuve. ¿A quién podía interesarle Margarito Tereré, ese personaje infantil que era un yacaré, si podía escuchar la guitarra de David Gilmour? A mí no, por lo menos, hasta hoy nada me transporta como ese álbum fantástico e irrepetible.

Nuestra convivencia no era precisamente una democracia. Si yo elegía uno de Gaby, Fofó y Miliqui, ellas venían, lo sacaban y ponían Jethro Tull. Me interesaba tanto la música como estar con ellas. Tal vez, si hubieran elegido otra actividad, como leer, dibujar o escuchar radio, yo seguramente también me hubiera acercado, porque tenía el reflejo de seguirlas. Por suerte, me abrieron la puerta hacia la música. Me encantaba ir al parque con el karting, recibir visitas, incluso jugar al fútbol, aunque lo hacía muy mal. Antes que todo eso prefería los discos. No tenía idea de qué decían las letras, ni de los nombres de los autores, pero no me despegaba del Winco. Lo que me atraía no era el sonido, ni el ruido de la púa cuando se apoyaba, ni los silencios entre canción y canción. Era todo eso y mucho más. Durante un tiempo tuve que pedir ayuda para ponerlos, no me daba la motricidad fina para sacarlo del sobre, apoyarlo en la bandeja, agarrar la púa. Mamá me ayudaba, si no le pedía a alguna de mis hermanas. Igualmente ellas ponían un long play atrás de otro, casi a cualquier hora. La música me llevaba lejos de Caballito y me hacía flotar por estribillos, palabras que no entendía pero igual repetía.

Nuestra situación era la típica de la clase media en Argentina. Por momentos, más ajustada, a veces con margen para comprar algo. No faltaba nada, tampoco sobraba demasiado. En las vacaciones, por ejemplo, visitábamos parientes en Mendoza, Corrientes y Tucumán para ahorrarnos la estadía. Los tíos del interior eran sinónimo de verano. Yo era transparente, bastante alegre y como casi todos los chicos, decía todo lo que pensaba. Sin mi papá, a Mendoza íbamos con mi mamá y la Oma (mi abuela) a visitar a mi madrina Alicia en el tren El Libertador. Salía a las 17 y llegaba a las 7. Obviamente lo que más me acuerdo es del salón comedor con mantel blanco, vajilla y asientos de pana azul. Eran reclinables y tenían apoya pies, como los de las peluquerías antiguas. Además, por suerte, todos los veranos nos llevaban un mes de vacaciones a Villa Gesell. Íbamos en micro, siempre con la línea Río de la Plata. Salíamos de plaza Once, yo me sentaba y a los diez minutos le decía a mamá: “Tengo hambre”. De ida, iba comiendo sándwiches de miga caseros que hacía mi papá y a la vuelta, alfajores Amalfi. En el medio, me iban tirando de todo con tal de que me quedara sentado: caramelos Sugus, alfajores Jorgito, Coca, hasta un yogur de dulce de leche que me gustaba y que mi mamá llevaba en una heladerita. En Gesell sufría un poco el sol. Pasaba de estar blanco a rojo en muy poco tiempo, me pelaba y de nuevo volvía a blanco. Disfrutaba de la playa desde temprano porque a las siete ya estaba despierto. Mi familia seguía durmiendo y yo me iba solo a pescar cornalitos y agarrar almejas. Mi papá se encargaba después de cocinarlas. A esa hora, cuando no había casi nadie, me acercaba a hablar con el guardavidas y después me volvía a desayunar.

Durante el año, la diversión familiar se completaba con el cine y el almuerzo de los domingos en La Emiliana (sobre la avenida Corrientes, había que ir bien vestido, a mí me ponían camisa y sobretodo) o en Loprete (por Boedo), el favorito de mi papá. Sin él, en la casa había swing y risas. Todo se volvía más serio en cuanto él llegaba. Era un tipo recontra formal, conservador, muy ético y con una honestidad que ya no existe. Por ejemplo, de joven trabajó en la Junta Nacional de Carnes, en esa oficina sabían un día antes el valor de los mercados, info con la que todos hacían grandes diferencias, pero él decía que no era justo “aprovecharse”. Otro se hubiera hecho millonario. En aquella época no lo entendía y ahora lo admiro al máximo. Cuando nací, él ya tenía cuarenta y cinco años y resultó una diferencia enorme. Muchas veces me pregunté cómo habrá sido eso para él (aunque nuestras diferencias en mi juventud lo dejaron muy claro). Yo también tuve tres hijas con más de cuarenta pero ahora es muy distinto: dormí con ellas cuando eran recién nacidas, pasé noches en vela por los cólicos y tantas cosas más que antes estaban en general reservadas a las mujeres.

Mis padres se conocieron en una empresa de seguros, se pusieron de novios, se casaron y después dividieron las tareas: ella, en la casa, él, a la oficina. En nuestro esquema clásico, a papá lo esperábamos para comer, mamá preparaba lo que él quería. En cada cena, mi viejo se sentaba en la cabecera y esperaba que le llegara todo mientras fumaba. Siempre estaba fumando. De chico ni se me ocurrió cuestionarlo, pero hace unos años, sobre todo desde que dejé el cigarrillo, que vengo pensando algunas imágenes, como el humo dentro de la casa.

La relación con mi mamá, creo, con los años, se volvió tan afectuosa, tan tierna, porque tuvo un comienzo casi de romance. Esos primeros cinco años con ella, solos en casa, o con mis hermanas, fueron como una cápsula. No venían una niñera o una prima grande a cuidarnos. Siempre estaba mamá, para todo, para nosotros tres y también para los que quisiéramos invitar. Nos llevaba todas las tardes al Parque Rivadavia, a los juegos, a andar en bici. Merienda, baños, tareas, de todo se encargaba. En mi gusto por la música también me acompañaba. Ella le comentaba a la familia que yo era loco de los discos, entonces para mis cumpleaños ya no me regalaban juguetes ni ropa, directamente me traían vinilos.

Mi tío Horacio de Corrientes siempre me regalaba plata y yo iba directo a la disquería, y Alicia, la hermana de mi mamá, me dio a los seis años mi primer larga duración: Willy y los niños pobres, de Creedence Clearwater Revival. Pasé horas enteras con esa tapa en las manos, hipnotizado. En el centro estaba la banda, con sus instrumentos, en la puerta de un almacén o algo así. Muy atentos, unos chicos negros miraban a los músicos. Yo nunca había visto a una persona que no fuera blanca, ni siquiera había salido del país. Me impactaron, no sé cuántas horas habré pasado mirándolos. Canciones como “Cotton Fields” hablaban de los campos de algodón y de los niños que trabajaban ahí y yo no podía entender por qué tenían que trabajar. Me acuerdo muy fuerte del shock visual de los chicos negros y pobres. Además, creo, los pobres eran menos pobres. Había menos cantidad y no existía la categoría de indigente. Había villas miserias, pero, al menos en Caballito, no se escuchaba hablar tanto de eso. Hoy, por la forma en que se consume música, quizás no le habría prestado tanta atención a esa tapa o ni siquiera la habría visto.

El primer tramo de la primaria lo pasé en el colegio inglés San Cirano, también en Caballito, que era de doble escolaridad. Todo fue normalmente hasta tercer grado, cuando me empecé a llevar muy mal con una maestra, Miss C., al punto de tener pesadillas con ella. Me cuesta acordarme por qué le temía tanto, para mí era un ogro. De día tenía que soportarla en el grado y de noche se me aparecía en un sueño repetido: el colegio se inundaba y ella se ahogaba. Estaba obsesionado con su mala onda, con el dedo índice que levantaba para retarnos muy al estilo del profesor de The Wall o la directora Tronchatoro de Matilda. Ir a la escuela cada día se hacía un poco más denso, no me volvió a pasar algo así. Ella era exigente y, a veces, cruel. Por ejemplo, los que no tenían buen rendimiento en inglés no podían ir al día de deportes. Nunca me gustó la actividad física, al fútbol era tan tan de madera que, cada vez que le pegaba a la pelota mis amigos me cantaban “Norwegian Wood”, de los Beatles. El deporte de nuestro grado era el rugby. La violencia no me interesaba ni en chiste y era demasiado flaquito para un juego tan brusco. No me atraía especialmente pero tampoco quería perderme ese rato al aire libre con mis amigos. Mucho menos quería ser castigado. Cuando ella no me dejaba ir y me tenía que quedar en el colegio sentía que me había noqueado. Quedaba en silencio, muerto de bronca por dentro, en un aula semivacía, tal vez con algún compañero que había llegado tarde o algo así. Qué odio me daba. La tuve en tercer grado y de nuevo en cuarto e increíblemente el primer día de quinto, me contó mi mamá que me vio volver del colegio en el micro con una cara terrible, como si se hubiera muerto alguien, y me preguntó qué pasaba: “Tengo otra vez a Miss C.”, le dije. Era el fin del mundo, lo peor. Mi mamá por suerte entendió que para mí era un bajón de verdad. Decidió sacarme y me pasó algo genial: conocí la escuela pública. El San Cirano era un gran colegio, pero medio posh para Caballito, y en el único colegio al que me pudieron anotar con el año en marcha fue el Antonio Schettino. Pasé de estar sentado en el banco con chicos de clase media alta, mientras yo era de clase media-media, a estar con muchos chicos de clase media baja. El cambio social lo podría resumir en una imagen: en San Cirano había un chico que volvía solo en el auto con el chofer que le mandaba el padre, vivía muy cerca de mi casa y nunca me invitó. En el Schettino había un compañero que se sentaba al lado mío, el Negro Melo, que tenía un padre taxista. En mi recuerdo, éramos veinte chicos arriba del auto y él nos llevaba a todos. Más allá de la cuestión económica, me sentía mucho más a gusto con esos compañeros y la cursada me resultaba muy fácil, no sé si es porque venía con buen nivel o porque me había relajado lejos de Miss C. A los ocho mi tío Antonio me trajo otro discazo: la banda de sonido de Vivir y dejar morir, la primera película de James Bond con Roger Moore, que era una especie de ídolo familiar. Ese tema de Paul McCartney lo ponía en continuado durante horas, los arreglos de cuerdas me encantaban y sentía que el living por un rato se convertía en un lugar peligroso.

Etiquetas: