Por clothing-bag, 03/08/2022

La cola, el lobo, y ¿el hombre nuevo? - Vanguardia

A las tres de la tarde del 24 de enero, un bebé de unos dos meses compró nueve cajas de malta a tres palmos de mi nariz. Lo juro por mi abuela. Envuelto en una colcha azul, rendido entre los brazos de su madre adolescente, fue el «salvoconducto» para evadir la fila que creció, rápida como disparo, cuando se supo que, después de no sé cuánto tiempo, venderían «Bucanero» en la tienda Siboney.

La madre, adolescente con lengua suelta, es tan niña que llegué a pensar que podría ser la hermana. El bebé no llora ni abre los ojos,aunque ella hable alto y con frases duras como verdugazos, pues necesita que todos deduzcan que la punta de la cola es su sitio y que de allí no la moverá ni un tifón japonés.

Tras el mostrador, un empleado empapado en sudor baja las cajas. Unas 20 o 25, calculo. Delante de mí solo aguardan la «niña» que carga al niño; una señora que cuenta sobre los antojos de su hija embarazada—a la que le comprará cinco maltas—; un abuelo de carnes oscuras y ojos chiquitos que a cada rato se registra el bolsillo de la camisa, saca un billete de tres CUC y lo vuelve a guardar; una rubia bajita, y mi madre y yo…

—El máximo es 24 latas por persona. ¿Quién es el primero?

—¡Mamiii!

La cola, el lobo, y ¿el hombre nuevo? - Vanguardia

Con el bebé también viene su abuela. La abuela acaba de apagar el celular y, con la mano alzada para que la vean desde la calle, avisa a una mulata que entró con dos muchachones. Llegó otra que tose, como atragantada con canela en polvo, y se interpone entre la abuela —la madre adolescente se retiró para amamantar al bebé, de pie, recostada a una pared— y la señora de la hija embarazada. Con ella trajo a un hombre que no mira de frente a nadie, y que le pidió callarse y no responder a la rubia bajita cuando le preguntó que «hasta cuándo la cara dura». La última en incorporarse chasqueó los dedos y nos dedicó una mueca de asco.

—Maritza, métete aquí, pa’ que cojas tu caja.

Y Maritza, que solo pasaba por allí, sonrió con pena y hasta vaciló al dar el primer paso. Pero la rubia bajita le gritó que tendría que pasarle por encima. Un antiguo profesor de la Universidad habló de leyes y mencionó a Martí, «herido de muerte», si viera al cubano convertido en el lobo de su gente. Al fondo de la cola, una enfermera amenazó con llamar a la policía.

—Mami, recuerda que el niño también tiene derecho a una caja, ¡no te dejes meter el pieee!

La horda hizo lo suyo y salió de allí con el botín sobre los hombros. El bebé nunca lloró. Y yo me sorprendí, contrariada por mi propio sentimiento de repulsión, odiando en silencio a gente que nunca vi —incluida una «niña» que cargaba a un niño—; lastimada por las miserias humanas, la violencia y el ultraje, que a nadie parece dolerle o, al menos, no lo suficiente.

Ya se da por normal que nos aplasten. Reconocemos, incluso, que solo tendremos oportunidad si la «turba» nos deja algo, si quiere hacerlo, si hubiera demasiado…pero nunca ocurre.

En una tienda racionan, y en otra venden para llenar sacos. Los «elegidos» conocen, con tres días de antelación, dónde sacarán detergente, pasta de tomate, culeros desechables, colonia, jabón de cinco pesos, refresco, toallas húmedas, cubos, cemento, pintura. Lo que sea. Lo saben porque la información es oro y como tal se paga. Lo hacen porque el mayor espejismo de abundancia en esta ciudad es un mercado ilegítimo al que acudimos, como topos encandilados, para comprar a precios ridículos lo que nos arrebatan en los establecimientos estatales.

¡Qué lástima de leyes que pesan menos que una mácula de polvo!

El discurso gubernamental aguardando por el reverdecer de la conciencia ciudadana y la solidaridad colectiva, y la inflación —patentada por vampiros—, en el fondo del problema. Liborio, saqueado y hundido en cuentas salariales que nunca alcanzarán, mientras, a la luz del día, los mismos personajes desangren mercados sin que la policía o los inspectores —de tan etéreos, considerados, casi, simples leyendas urbanas— impongan, prohíban y controlen. ¿Anarquía para unos y cinturón de tres vueltas para otros?¿Condescendientes por incapaces? ¿Hasta cuándo?

La del 24 de enero, a las tres de la tarde, debió ser la cuarta cola del bebé «zapador» en brazos de su mamá «niña». Ese día, en el Boulevard, también hubo cerveza, Vita Nova y detergente.

Él, ¡tan inocente!, vulnerado y expuesto a la voluntad de otros. Como nosotros, adultos tolerantes, pasivos y resignados.

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